Murió Pepe Soriano, el más querido de los actores argentinos
A través de 75 años de trabajo, se fue consolidando como uno de los grandes intérpretes nacionales, tanto de cine como de teatro y televisión. Quedará por siempre el recuerdo de La Nona y de El loro calabrés. Comprometido con su tiempo pero también con su oficio, Soriano presidió Sagai, la sociedad de gestión y administración de derechos de propiedad intelectual de los artistas.
En La Nona en la película de Héctor Olivera
Pepe Soriano supo conquistar al tiempo. Detrás de una sonrisa que nunca se apagaba, salvo cuando el oficio que tanto amaba lo convocaba a interpretar a algún personaje, el actor desafió al tiempo cronológico como nadie. Lo hizo desde la actuación, interpretando a personajes longevos con una vitalidad contagiosa como su Luis Sosa en Tute Cabrero, o a la insaciable abuela de La Nona en la película de Héctor Olivera, entre tantos otros recordados papeles. Pero también le ganó al paso del tiempo desde la misma energía con la que encaraba cada nuevo proyecto, sea en su faceta artística como sindical, en la que se destacó por ser el primer presidente (y luego de honor) de la Sociedad Argentina de Gestión de Actores e Intérpretes (Sagai). Querido y admirado por todos, representante del talento, el compañerismo y la bondad, Soriano fue uno de los grandes intérpretes argentinos. El actor murió en la tarde del miércoles a los 93 años. Supo vivir.
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Si bien la angustia suele acompañar las despedidas, la muerte de Soriano se entremezcla con la alegría de haber sido contemporáneos a un hombre que vivió un amor correspondido con la actuación y, por qué no, con la vida. Soriano vivió para actuar y actuó para poder vivir. Una simbiosis que supo disfrutar y transmitir como ningún otro, con la sencillez de los grandes. La actuación fue el gran amor de su vida. Tuvo la dicha de ser correspondido por los teatros y por el público a lo largo de toda su carrera.
Nacido en el barrio de Colegiales el 25 de septiembre de 1929 bajo el nombre de José Carlos Soriano, actuó desde que era muy chico, como si las cartas hubieran estado marcadas. “A los 5 años, por un amigo del barrio ingresé en una organización de colegios salesianos llamada Exploradores de Don Bosco, que es como un equivalente a los Boy Scouts, pero con otra formación. Ahí se hacía teatro de niños, que lo dirigía un cura, y hacíamos papelones para la familia”, recordó hace algunos en una entrevista publicada por Página/12.
Ese coqueteo inciático con el oficio que abrazaría para siempre, sin embargo, no tuvo mayor desarrollo hasta los 18 años. A esa edad, mientras "perdía el tiempo" estudiando abogacía, se dio cuenta de que interpretar personajes de ficción le resultaba mucho más interesante que interpretar las leyes. La formación de un grupo de teatro universitario lo llevó a conocer al maestro Antonio Cunill Cabanellas, que le dio su primer papel en la obra Gas, de Georg Kaiser, y años más tarde lo convocó para formar parte del elenco de una versión en el Teatro Colón de Sueño de una noche de verano.
Su primer protagónico en la pantalla grande le alcanzó para que todos conocieran su enorme talento: en Tute Cabrero (1968), la ópera prima de Juan José Jusid, en la que compartió cartel con Luis Brandoni y Juan Carlos Gené, sobre un guión de Roberto Cossa, demostró su fina sensibilidad para transmitir la angustia humana. Luego de acreditar su enorme capacidad actoral en Juan Lamaglia y señora (1970), Soriano supo llevar con justeza el protagónico de Las venganzas de Beto Sánchez (1973), en esa recordada catarsis descontrolada del protagonista contra quienes lo convirtieron en lo que es. Ese papel en el largometraje de Héctor Olivera contribuyó para que al año siguiente el director lo convocara para hacer al alemán Schultz en La Patagonia rebelde, la película icónica del cine argentino basada en el magistral libro de Osvaldo Bayer.
Tras ser parte de Los gauchos judíos, Soriano atravesó la dictadura resistiendo y trabajando: en el cine hizo películas como No toquen a la nena, Sentimental, Pubis angelical, La invitación, pero fue su interpretación de la anciana que no para de comer en la adaptación cinematográfica de La nona (1979) cuando alcanzó una enorme popularidad. La repercusión que tuvo la clásica tragicomedia del cine nacional, dirigida por Olivera y con guión de Cossa, no le impidió sin embargo alejarse de las grandes luces para girar por todo el país con El loro calabrés, un unipersonal en el que contaba parte de su vida y que con interrupciones presentó por más de cuatro décadas. El unipersonal fue una manera de hacer una suerte de exilio interno, pero no la única que asumió: Soriano fue uno de los fundadores de Teatro abierto, el movimiento cultural contra la dictadura que en 1981 nucleó a un grupo de artistas como Osvaldo Dragún, Luis Brandoni, Oscar Viale, Jorge Rivera López y Gonzalo Núñez, apoyados por Adolfo Pérez Esquivel y Ernesto Sábato.
El regreso a la democracia también lo iba a tener al frente de unja de las películas mas representativas de la época: Asesinato en el Senado de la Nación, el film de Juan José Jusid donde interpretó a Lisandro de la Torre. Funes, un gran amor, Una sombra ya pronto serás, Mi primera boda, El último tren, Lugares comunes, Cóndor Crux y Cohen vs. Rossi fueron algunas de las películas en las que participó.
En el teatro, El loro calabrés fue su gran creación, oficiando desde 1975 como autor, director y actor, recibiendo el aplauso y los abrazos calurosos de los espectadores en todas las provincias argentinas en las que presentó la obra en una suerte de ritual humano que, tal vez, expresó su esencia. “Cuento mi infancia y canto algo pero -contó Soriano- lo fundamental, y esto es histórico, es que yo recibo y despido a la gente. Espero a los espectadores en el hall del teatro y le doy la mano a cada uno. Eso en el teatro no pasa. En la obra, además, bajo a la platea y reparto pan entre el público. Es como si fuera una ceremonia religiosa, pero laica. Rompo con la mano el pan, mirando a la gente a los ojos y le digo a cada uno: “Hermano: esto es pan de paz y trabajo”".
Actor de raza y sin prejuicios, Soriano tuvo un largo recorrido en la pantalla chica. Desde La familia Falcón hasta Alta comedia, pasando por El tobogán, de Jacobo Langsner, Nosotros, de Agustín Alezzo, RRDT o La leona, el actor supo adaptarse a las exigencias y lógicas televisivas sin por eso dañar su instrumento.
Comprometido con su tiempo pero también con su oficio, Soriano no dudó en dedicarle los últimos años de su vida a sus compañeros y compañeras, al aceptar presidir Sagai, la sociedad de gestión y administración de derechos de propiedad intelectual de actores, actrices, intérpretes de voz, bailarines y bailarinas. Un trabajo sindical con el que intentó ayudar a quienes no pueden vivir de la actuación, con formación, cursos y también una contraprestación económica por la difusión pública de sus obras.
Desde aquellos primeros pasos bajo la tutela de Cunill Cabanellas hasta sus últimos días, Soriano nunca dejó de honrar la actuación. No le importaba si lo llamaban para la televisión, el teatro o el cine, la comedia o el drama, un papel protagónico o uno secundario: siempre encaró los papeles con profesionalismo y don de gente, sin importar trayectorias ni carteles. Fue un grande que hizo gala de su sencillez con una pasión que ni el paso del tiempo pudo amainar. “Hay dos tiempos -reflexionó el actor cuando estaba a punto de cumplir 90 años-. Uno cronológico, que yo lo digo, no lo oculto. ¿Pero cuál es mi tiempo interno? Mi tiempo interno es el que yo tenía cuando tenía entre 20 y 30 años. Tengo deseo de hacer y de participar, no sólo desde mi vanidad y mi omnipotencia, que las tengo, sino también desde mi necesidad de expresarme arriba de un tablado. Eso sigue exactamente igual. Lo que sí tengo, porque la edad cronológica me lo indica, es menos fuerza”.
El escenario, el set, las locaciones, el gran público, sus compañeros y la actuación van a extrañar a ese hombre para el que la edad fue siempre un capricho del calendario. Eterno.
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