Milei, la cosa y las causas
La victoria de Javier Milei se explica por el fracaso del neoliberalismo de Macri y del estatalismo blando del Frente de Todos. Sin embargo, Milei no escapa a la maldición de la encrucijada argentina, aquella que sentencia que un triunfo electoral no es sinónimo de la capacidad de imponer un proyecto político.
Por Fernando Rosso*: Le Monde Diplomatique
“Milei no tendrá razón, pero los que lo votan sí”, escribió el periodista Martín Rodríguez y puso el dedo en una llaga que este domingo se transformó en gangrena. De eso se trata: encontrar las razones detrás de la locura del hombre que ama los perros, habla con el más allá y se cree el rey de un mundo perdido. No pensarlo como indescifrable biografía personal, sino como brutal fenómeno político.
Hace tiempo que la Argentina se transformó en un cementerio de ambiciones hegemónicas en el que los distintos bloques sociales (y sus expresiones políticas) tienen la capacidad de vetar el proyecto del otro, pero carecen de recursos para imponer de manera perdurable los propios. Javier Milei y el libertarianismo triunfante en las primarias emergieron de ese laberinto y son la consecuencia de dos fracasos y un triunfo.
Hace tiempo que la Argentina se transformó en un cementerio de ambiciones hegemónicas.
Los fracasos son los que representaron, por un lado, el programa neoliberal duro que sucumbió en la aventura del gobierno de Mauricio Macri y, por el otro, un estatismo blando —cuya última expresión fue la deslucida administración de Alberto Fernández— carente de la capacidad para satisfacer las promesas de su propia narrativa. En este último caso, lo que Pablo Semán bautizó como la “mímica de Estado”: un relato estatalista en el contexto de anquilosadas capacidades estatales que permitan satisfacer (aunque sea de manera parcial) las demandas sociales que emergen de una crisis crónica, profunda y multidimensional.
El triunfo fue la habilidad (esencialmente del peronismo) para contener y mantener en la quietud a las organizaciones sindicales y “sociales” que fueron dadoras voluntarias de orden y gobernabilidad para un gobierno que continuó el ajuste por otros medios. Una hoja de ruta económica que profundizó el malestar y provocó un estado de ánimo colectivo dominado por el enojo, el hartazgo y la fatiga que no encontró los canales para manifestarse como rebeldía.
En La tragedia del movimiento obrero, el sociólogo y periodista estadounidense de origen austriaco Adolf Sturmthal, escribió que era imposible “comprender lo que pasó en Europa sin relacionarlo con la suerte de sus organizaciones obreras”. Se refería a la primera etapa del periodo de entreguerras antes de la irrupción del fascismo y el nazismo. Impactado por la lectura de ese libro, Juan Carlos Portantiero tomó la noción de “empate” para pensar un período de la realidad argentina. Sturmthal sostenía que el gran drama del movimiento obrero europeo en ese período fue su mentalidad de “grupo de presión”: imponer la agenda de sus demandas corporativas sin pensar un proyecto político de conjunto (al margen del debate en torno a cuál debería ser ese proyecto).
La mayoría de las conducciones de las organizaciones sindicales y “sociales” de la Argentina tienen una praxis similar, con una diferencia: su práctica de “grupo de presión” se realiza a través de métodos diplomáticos, de negociaciones de ministerios y de una pax callejera. Esto transforma a las clases trabajadoras (y a sus diferentes estamentos) en una “mayoría silenciosa” dominada por la desesperanza, la rabia o el remordimiento, a tono con la época. En la ausencia de ese actor y esa voz en la escena pública argentina, la ultraderecha encuentra su primera ventaja en el contexto de la crisis.
En términos materiales, esto fortalece y cristaliza la dualización de la clase trabajadora, con un universo que sostiene conquistas o derechos e incluso le da batalla a la inflación, y otro sector, cada vez más extendido, que queda abandonado a su suerte, preso de la “uberización” o la precarización de las condiciones de vida.
Todo un continente de personas que queda condenado a un emprendedorismo marginal del que emergen nuevas subjetividades distanciadas de experiencias colectivas y mucho más proclives a la aceptación de discursos individualistas. En esas grietas emergen lo que los investigadores brasileños Daniel Feldmann y Fabio Luis Barbosa dos Santos (1) —intentando explicar las bases sociales del bolsonarismo— calificaron como una “sociabilidad concurrencial”, de competencia, de unos contra otros: los que trabajan contra los que no trabajan, por ejemplo. Un proceso que tiene lugar a través del vaciamiento de las mediaciones propio del neoliberalismo en su etapa superior. El discurso sobre la “libertad” agitado por los libertarianos durante la pandemia tenía un significado muy diferente para aquellos que conforman este universo de personas que no tenían otra opción que salir a trabajar y no podían darse el lujo de “quedarse en casa”.
Por otro lado, la reacción por derecha que expresa el mileísmo en construcción no es solo ante la “mímica de Estado”; también se combina con el rechazo a lo que la filósofa Nancy Fraser denominó “neoliberalismo progresista”: años de intenso relato estatal progresista combinado con un ajuste económico bastante ortodoxo.
Pero además de las raíces sociales y las narraciones de Estado, Milei y el libertarianismo tuvieron promotores desde arriba. Cierto establishment trabajó para instalarlos como “agenda” y desplazar el debate público a la derecha. Aunque no sea esencialmente un artefacto de diseño, sin los anabólicos inyectados desde los aparatos mediáticos el “fenómeno Milei” no sería lo que es. En su libro El loco. La vida desconocida de Javier Milei y su irrupción en la política argentina (2), el periodista Juan Luis González revela los esfuerzos concretos y materiales de empresarios como Eduardo Eurnekián para posicionarlo en escena mediática.
Por otro lado, la reacción por derecha que expresa el mileísmo en construcción no es solo ante la “mímica de Estado”; también se combina con el rechazo a lo que la filósofa Nancy Fraser denominó “neoliberalismo progresista”.
Finalmente, no hay que olvidar el cálculo de pequeña política del panperonismo que apostó al crecimiento de Milei con la ilusión de que le saque votos a Juntos por el Cambio. Cualquiera podría argumentar que es un recurso habitual y hasta legítimo de la disputa política, pero el problema se agiganta cuando la estrategia se reduce sólo a la lotería de dividir los votos del otro porque todos los días se pierde una porción de los propios. El resultado “no deseado” fue un motor más para el impulso del experimento libertariano.
Sin embargo, ante la “depresión pos-PASO” que seguramente invadirá a las almas espantadas del progresismo, corresponde afirmar que Milei no escapa a la “maldición” de la encrucijada argentina. Aquella que sentencia que triunfo electoral no es sinónimo de conquista de una relación de fuerzas para imponer un proyecto político. El ganador de la jornada también corre el riesgo de tomar la parte por el todo y todavía está por medirse el tamaño de su esperanza.
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