29 de abril: Una herida que no cicatriza, 22 años después
Veintidós años pasaron desde aquel día en que el agua cubrió la ciudad, pero para quienes lo vivieron en carne propia, el recuerdo sigue intacto. Late en la memoria, se asoma en los sueños, se filtra en las conversaciones familiares, y aún hoy, duele. Duele como si todo hubiese ocurrido ayer. Porque hay heridas que no cierran. Porque hay silencios que siguen gritando. Porque hay días que no se olvidan nunca más.
Era 29 de abril de 2003 cuando Santa Fe fue invadida por una tragedia evitable. Las lluvias habían sido intensas, pero nadie imaginó que el río, ese río Salado tan familiar como temido, rompería las defensas y entraría sin permiso, sin anuncio, como una sombra gigante que avanza y lo arrasa todo. Las calles se volvieron cauces. Las casas, islas en medio de la desesperación. La ciudad se transformó en una laguna oscura y silenciosa donde solo flotaban los ecos del miedo y el desconcierto.
Aquella mañana, muchos se despertaron con el agua ya dentro. Otros no alcanzaron a despertar. El agua subió de golpe, tapando recuerdos, fotografías, colchones, ropa, muebles, historias. Tapando también la idea de seguridad, de rutina, de hogar. Todo lo conocido se volvió ajeno, se volvió barro. Las radios transmitían llamados desesperados. Las líneas colapsaban. Nadie entendía del todo lo que estaba pasando, pero todos sabían que algo se había roto para siempre.
Y en medio de la catástrofe, lo humano. Gente ayudando a otra gente. Vecinos que cargaban ancianos a la espalda. Madres abrazando fuerte a sus hijos. Jóvenes que remaban sobre puertas arrancadas para rescatar a quien había quedado aislado. Personas que abrían sus casas, sus brazos, sus corazones. En la peor de las noches, nació también una luz. La del pueblo unido, solidario, empapado, pero firme.
Pero no se trató solo de agua. Lo que inundó la ciudad también fue la negligencia, la falta de previsión, la indiferencia de los que tenían que haber cuidado y no lo hicieron. Porque esto no fue una fatalidad. Fue una tragedia anunciada. Y eso es lo que más duele: que se pudo evitar. Que hubo tiempo. Que hubo advertencias. Que hubo silencio.
Después vinieron los días eternos. La limpieza, el olor a podrido, los muertos, los evacuados, los que no volvieron, los que lo perdieron todo. Vinieron las promesas políticas, los discursos vacíos, la bronca que crecía al ver cómo la ayuda no llegaba, cómo las respuestas no alcanzaban, cómo la justicia no respondía. Y, sin embargo, la ciudad siguió. Con barro en los pies y luto en el alma, siguió. Reconstruyéndose con sus propias manos. Con organización, con memoria, con lucha.
Cada 29 de abril es una fecha para no callar. Para volver a contar lo que pasó. Para que las nuevas generaciones lo sepan. Para que no se repita. Para que nunca más una ciudad quede a la deriva por la desidia de quienes deben cuidarla. Es una fecha de duelo, sí. Pero también de dignidad. Porque la dignidad sobrevivió al agua. Porque Santa Fe no se rindió. Porque la memoria es resistencia.
Hoy, 22 años después, todavía hay lágrimas. Todavía hay pesadillas. Todavía hay ausencias. Pero también hay nombres que no se olvidan. Vecinos que se hicieron héroes. Mujeres que se pusieron al frente. Jóvenes que hoy son adultos y que llevan en la piel el recuerdo de ese día que los marcó para siempre.
Porque no se trata solo de mirar al pasado. Se trata de honrarlo. De reclamar justicia. De abrazarnos en la memoria y repetir, sin miedo: nunca más.
Fuente: Infor Mate Santa Fe
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