Política y redes: El odio como lenguaje

Si la política y los individuos que se abocan a ella no son capaces de renunciar al odio como método, la esfera pública seguirá degradándose y volviéndose más hostil. “Tendremos menos posibilidades de poder común y se beneficiarán quienes ya lo poseen y no necesitan de la política ni de la democracia”, dice el jefe de Gabinete de Ministros, Santiago Cafiero. ¿A qué proyecto favorece la incorporación de la lógica de los trolls y las fake news para dirimir conflictos? ¿Quiénes ganan con el deterioro de la calidad del debate democrático?

Política 26/09/2020 Victoria Grasso Victoria Grasso
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El odio como motivación, la difamación y la mentira como instrumentos, la descalificación y el agravio como recursos, la deshumanización de quien piensa, actúa, parece o es diferente, no son modos novedosos de relación entre las personas. Basta con echar una mirada a nuestro pasado casi inmediato y al de la mayor parte de las sociedades y culturas para comprobarlo.

Sin embargo, el auge de las redes sociales, la horizontalidad de la comunicación, la híperconectividad, la creciente virtualidad de las relaciones interpersonales, la igualación de necesidades, derechos, ambiciones, caprichos y pretensiones en un Cambalache que ni en sus peores pesadillas podría haber alucinado Enrique Santos Discépolo, ha dado una vuelta de tuerca al tradicional recurso de deshumanizar al otro a fin de aplastarlo. Aquel que ayer utilizaba el odio como recurso para conseguir un propósito, casi sin advertirlo se ha transformado a su vez en recurso de un odio que parece carecer de propósitos. Y, en la enorme mayoría de los casos, al menos conscientemente jamás llega a tenerlos.

Las redes sociales permiten y de algún modo “autorizan” el anonimato, la despersonalización o la virtualidad. Facilitan un modo de relación que, de tan distante e inhumana, revela pozos ciegos del alma difícilmente imaginables, al menos de modo tan bestial, de tener que decirse cara a cara. Esa inhibición se debe –pensemos bien de nuestros semejantes– menos al temor a una represalia que a la comprobación de que nos estamos dirigiendo a otro ser humano con similares tristezas, amores, vergüenzas, ilusiones, flaquezas, deseos.

Hace muy poco una persona de reconocida pertenencia política manifestó en Twitter que se encontraba angustiada por su padre, quien atravesaba un grave problema de salud. No hubo piedad. Ni siquiera la elemental piedad de cortesía o de interesada solidaridad (¿quién piensa realmente que jamás atravesará un momento semejante?). No hubo freno inhibitorio alguno o sentido de humanidad en las respuestas: le desearon la muerte. Por algún motivo, por sus ideas, por su adhesión política, por sus creencias, merecía sufrir. Y si para provocar ese sufrimiento era necesario acabar con la vida del padre, que esa vida acabara.
Es lícito preguntarse si quien expresa semejantes aspiraciones tiene real conciencia de lo que está deseando. ¿Comprenderá las consecuencias de deseos tan monstruosos?

La naturaleza imita a Twitter

Es fácil advertir en las redes “sociales” –nunca más inadecuado un eufemismo– el agravio sistemático como modo de disciplinar el pensamiento. El tono de los ataques suele ser desinhibido y odioso: son esos excesos los que marcan el ritmo de conversaciones que ya exceden el ámbito del que aparentemente han surgido.

Las redes se han convertido en espacios de furia, irracionalidad y denigración, plataformas donde las discusiones originadas en el debate político se amplifican y exasperan. Pero lo que resulta inquietante y ciertamente peligroso es que la actividad política termine chapoteando en el mismo fangal, y que sólo parezca capaz de transformar los desacuerdos y disidencias en la exhibición de violencia, irracionalismo y espectacularidad.

La política, instrumento para dirimir conflictos e intentar armonizar intereses contrapuestos, no sólo no debería contaminarse del odio y la irracionalidad que en muchos casos promueven estas plataformas, sino que debería hacer lo imposible por evitarlos. Sin embargo, el habitual discurso violento de las redes ahora es adoptado, sin atenuar tonos o intensidades, por distintos actores en el espacio público presencial, vivo e institucional.

Algunos piensan que esto ocurre en el debate político y en los medios porque, en un escenario de sobrecarga informativa, gritar más fuerte, herir más profundo, conseguir un buen golpe de efecto se parece mucho a una disputa por la atención.

¿Conciencia cínica o accidente?

¿La reproducción de esas formas y esos métodos es accidental o es deliberada? ¿Es acaso lícito decir de cualquier modo cualquier barbaridad, sobre cualquier cosa?

Que la política haya adoptado la lógica de la ira, la intemperancia y la irracionalidad, parece una consecuencia previsible de algunos movimientos previos en el discurso político de figuras que fueron importantes. Entre ellos: menospreciar la preocupación por la verdad y su relación con hechos fundados, escindir –como si semejante absurdo fuera posible– el destino individual del destino de la comunidad, y desvincular las posibilidades de realización individual del conjunto de decisiones que se toman en la esfera público-estatal y que las posibilitan, condicionan o directamente impiden. Al respecto, vale retomar al filósofo Peter Sloterdijk, quien señala que “la conciencia cínica es plenamente consciente de su propia ‘falsedad’, pero no hace nada al respecto, continúa operando detrás de una máscara como si no fuera consciente de esta falsedad”. O al esloveno Slavoj Zizek, que sostiene que “La forma más notable de mentir con el ropaje de la verdad hoy es el cinismo: con una franqueza cautivadora, uno ‘admite todo’ sin que este pleno reconocimiento de nuestros intereses de poder nos impida en absoluto continuar detrás de estos intereses. La fórmula del cinismo ya no es la marxiana clásica ‘ellos no lo saben, pero lo están haciendo’; es, en cambio, ‘ellos saben muy bien lo que están haciendo, y lo hacen de todos modos’”.

Guerra psicológica y destrucción de la comunidad

El acoso a través de redes sociales se parece bastante a la vieja guerra psicológica de los tiempos anteriores a la Guerra Fría. Su objetivo no es la defensa de una idea sino la desmoralización del otro, de un distinto construido como opuesto, como inmoral a quien debe atacarse. Como su nombre lo indica, se trata de un método propio de la guerra, no de la política. Una de sus característica actuales es presentar todo ese arsenal de estigmas como una contra-narrativa amenazada por una narrativa imperante.

El lenguaje violento es enmascarado como reacción al presentar a un otro como adversario o un enemigo, un ser de otra especie, una anormalidad, una inmoralidad enfermante, manipuladora o dictatorial. Llegamos a escuchar la supuesta defensa de la libertad en boca de quienes golpeaban periodistas o insultaban a personas conocidas de ámbitos no políticos tan sólo porque se habían atrevido a manifestar opiniones diferentes.

De la idea a la creencia

Si la política, los discursos y los individuos que se abocan a la acción política no reniegan de la descalificación y el agravio tantas veces vistos en las redes sociales, si no son capaces de renunciar al odio como método, la esfera pública seguirá degradándose al mismo ritmo y del mismo modo en que estas plataformas lo fueron haciendo como espacio de intercambio entre seres humanos.

Aparecerán entonces las cámaras de eco en las cuales los integrantes de una determinada trinchera discursiva empeñarán sus mejores esfuerzos en hablarse a sí mismos y, mediante la repetición de muletillas y consignas, reafirmar los conceptos que ya tenían incorporados.

En lugar de diálogos o debates, las enunciaciones rebotarán en las propias paredes internas sin ir al encuentro de un otro ni tratar de comprender sus argumentaciones. Discutir de política, en estas condiciones, es como explotar petardos en una habitación de concreto. Se amplifica el eco de un ruido, pero no su representatividad. El estrépito, aunque sea mucho, jamás traspasa esas paredes, ese límite de los propios. Y esto lleva a un desconocimiento del pensamiento profundo de los otros, a una simplificación del contraste de ideas basado en una moralización falsa.

Lo problemático de estas burbujas es que no predisponen a contrastar su consistencia o fundamentos. En ellas opera una doble espiral de silencio: dentro y fuera de la esfera en la que resuenan los petardos. Dentro, porque frente a la manifestación de una opinión moderada o apelar a la sensatez de, por ejemplo, no ideologizar una medida de cuidado de la salud, se responde con la acusación de deslealtad o traición por no haber sido suficientemente refractaria del otro, por no haber transformado al otro en el insecto en el que, paralelamente, con frecuencia se nos quiere transformar. Fuera de la esfera, porque postear una opinión o declarar una convicción habilita y alienta el estigma.

El carácter cerrado y agresivo de estas esferas cumple el papel del prejuicio tal como lo entendía Hannah Arendt: “La función del prejuicio es preservar a quien juzga de exponerse abiertamente a lo real y de tener que afrontarlo pensando”.

Defender la sociedad de iguales y libres

Cada uno de los representantes políticos, cada ciudadano y ciudadana, tenemos que tener conciencia de nuestra propia responsabilidad y de la fragilidad de nuestros lazos comunes.

Debemos saber, pensaba Paul Ricoeur, que la sociedad política es frágil, que se basa en un vínculo de confianza, que debemos sentirnos responsables del vínculo horizontal constitutivo de la voluntad de vivir juntos. Si admitimos la proliferación de discursos de odio, estamos faltando a esa responsabilidad. Si la política adopta para sí el odio cerrado que se ve en las redes no faltará quien señale su irrelevancia y su incapacidad de transformar la realidad.

¿A qué proyecto favorece una política que incorpora para sí la lógica de los trolls y las fake news? ¿A qué intereses sirve el deterioro de la calidad del debate democrático y su capacidad de alcanzar consensos sin homogeneidades? Definitivamente, a aquellos que aspiran a alejar de los asuntos comunes al control y la participación popular y ciudadana.

Cuanto más hostil y vaciada sea la esfera pública, menos posibilidades de poder común tendremos. Así, ganan quienes ya poseen poder y no necesitan de la política ni de la democracia, a las que tanto desprecian.

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