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Pablo Díaz y Emilce Moler fueron dos de los diez estudiantes secundarios de la ciudad de La Plata secuestrados por los grupos de tareas del Circuito Camps entre el 9 y el 21 de septiembre de 1976. Cuatro sobrevivieron y seis continúan desaparecidos. El testimonio de Díaz en el juicio a las juntas y la memoria de Moler permitieron conocer uno de los operativos más aberrantes cometidos por el plan sistemático de desaparición de personas implementado por la dictadura
Actualidad16 de septiembre de 2022Carlos Lucero(Fuente INFOBAE) Los primeros meses después del golpe del 24 de marzo de 1976, La Plata se convirtió en el escenario de una cacería humana que sumaba día a día de a decenas las víctimas del plan sistemático de represión ilegal instalado por la dictadura.
Los secuestros, las muertes, las desapariciones, los operativos militares y paramilitares cadáveres y las ejecuciones disfrazadas de “enfrentamientos” se transformaron en parte de la siniestra rutina de la ciudad.
El olor del miedo y de la muerte aplastaban el aroma de los tilos cuyas flores empezaban a explotar, como todos los años, con la llegada de la primavera. Los grupos de tareas de las Fuerzas Armadas y de la Policía Bonaerense comandada por el general Ramón Camps y el comisario Miguel Etchecolatz se habían adueñado de las calles y cada noche agregaban muchas nuevas cuentas al interminable rosario de secuestros y desapariciones de estudiantes, docentes, profesionales y trabajadores de la ciudad.
El “Circuito Camps” funcionaba como una aceitada máquina de muerte. Estaba integrado por una red de 29 Centros Clandestinos de Detención y Tortura (CCDyT), la mayoría de ellos ubicados en dependencias de la propia policía bonaerense, en los que estuvieron detenidas ilegalmente -y en muchos casos nunca más aparecieron- miles de personas.
Faltaba poco para que las fuerzas represivas instalaran en las afueras uno de los Centros Clandestinos de Detención más sofisticados de la dictadura, La Cacha, donde equipos conjuntos del Ejército, la Policía y el Servicio Penitenciario Bonaerense llevarían a cabo la última fase de la tarea de exterminio.
Los estudiantes -militaran o no- vivían en una situación de constante terror. No sólo en las Facultades, sino también en los secundarios, principalmente en los tres que dependían de la Universidad: el Colegio Nacional, el Liceo Víctor Mercante y la Escuela de Bellas Artes.
Los preparativos de los festejos para el Día del Estudiante, el 21 de septiembre, no se parecían en nada a los de los años anteriores. No había nada para celebrar y mucho que temer. Las desapariciones de compañeros de estudio eran una noticia cotidiana que se difundía por un boca a boca, pronunciando sus nombres en voz baja.
Entre el 9 y el 21 de septiembre, los grupos de tareas secuestraron a diez estudiantes de colegios secundarios de la ciudad, militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y de la Juventud Guevarista, en un hecho que quedó escrito con sangre en la historia argentina reciente como “La noche de los lápices”. Por la noche del 16, cuando perpetraron la mayoría de los secuestros.
De los diez secuestrados, María Claudia Falcone, María Clara Ciochini, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, Daniel Racero y Francisco Muntaner continúan desaparecidos, mientras que Emilce Moler, Pablo Díaz, Gustavo Calotti y Patricia Miranda fueron finalmente “blanqueados” por la dictadura y quedaron a disposición del PEN, como la dictadura catalogaba a los presos políticos sin proceso.
Relatos posteriores de la noche de los lápices sostienen que fueron secuestrados porque participaban de la lucha por la creación de un boleto estudiantil en la ciudad -esas movilizaciones se habían realizado un año antes, en 1975, durante el gobierno de Isabel Perón- pero en realidad estaban “marcados” por la dictadura como “delincuentes subversivos” por sus militancias políticas. Tenían entre 16 y 18 años.
Todos ellos estudiaban en establecimientos secundarios dependientes de la Universidad Nacional de La Plata. No fue una casualidad: desde finales de la década de los ‘60, la Universidad Nacional de La Plata y sus colegios habían sido centros de intensa actividad política, con una gran participación de docentes y estudiantes en las agrupaciones de izquierda y de la tendencia revolucionaria del peronismo.
Las órdenes de detención habían sido libradas por el Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejército y llevaban las firmas del coronel Ricardo Eugenio Campoamor, jefe del Destacamento de Inteligencia 101, que funcionaba en La Plata, y del comisario general Alfredo Fernández.
Los secuestros fueron perpetrados por miembros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en aquel entonces por el general Ramón Camps y Miguel Etchecolatz, usando autos Ford Falcon sin distintivos para realizar el operativo y trasladar a los adolescentes a los centros clandestinos de detención.
Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes de los secuestros realizados por la dictadura a estudiantes secundarios en La Plata
Los ocurrido después de los secuestros pudo ser reconstruido fundamentalmente por los testimonios de dos de los sobrevivientes, Pablo Díaz y Emilce Moler.
Díaz fue uno de los últimos en ser secuestrado, la noche del 21 de septiembre. En su declaración durante el Juicio a las Juntas, recordó: “El 21 de septiembre a las cuatro de la mañana se detienen cuatro vehículos frente a mi casa. Yo estaba durmiendo, siento ruido, golpean la puerta, culatazos, pero no podían derribarla. Tocan timbre, mi hermano se asoma por la ventana de arriba, le apuntan, le dicen que abra. Le preguntan por Pablo Alejandro Díaz… Yo bajaba escalera en ese momento, me agarran a mí, me tiran contra el piso boca abajo, me atan atrás con una venda, me ponen los zapatos de mi padre, se llevan el bolso de mi hermana, una cámara fotográfica, joyas de mi madre. Entró uno a cara descubierta, de cuarenta a cuarenta y cinco años, canoso, a quien posteriormente, por fotos, lo puedo reconocer: el comisario Vides”.
Frente a los jueces y en una sala sumida en el silencio, Pablo Díaz relató cómo lo llevaron primero al centro clandestino de detención conocido como “Arana”, donde lo sometieron a torturas. Escuchó que lo iban a “pasar por la máquina” y creyó que se trataba de otra cosa.
“Yo creía que era la máquina que veíamos en las películas, esas que se movían cuando uno decía una mentira”, explicó. Pero no, lo que le pasaron por todo el cuerpo fue la picana. “Me decían que abriera la mano cuando tuviese un nombre, pero el dolor era insoportable, abría la mano a cada instante, pedí que me mataran”, relató.
También recordó el papel jugado por el capellán de la Bonaerense, el cura Christian Von Wernich, en los interrogatorios. “Una noche nos juntaron a algunos chicos. Vino un hombre y me dijo: ‘Mirá, yo soy el sacerdote de acá, va a haber fusilamientos, ¿querés confesarte?, ¿querés decirme algo?’. Yo le decía: ‘¿dónde estoy?, por favor, no me maten’. Le pedía que avisara a casa, el me decía: ‘¿en qué andabas?’”.
También testificó que lo sometieron, junto a otros de los chicos, a un simulacro de fusilamiento: “Me sacaron, me pusieron junto a un muro, me dijeron que había otras personas, otras chicas, me dijeron: ‘los vamos a fusilar, a donde van a ir van a estar mejor’. Las chicas lloraban, había desmayos. Yo no sé por qué reaccioné así, pero me quedé mudo, llorando. Tiraron, se escucharon descargas. Yo creí… estaba esperando que me saliera por algún lado sangre, estoy muerto, no estoy muerto… es un segundo, pero es eterno ese segundo”, contó ante una sala horrorizada.
Emilce Moler en una foto cuando fue secuestrada y hoy, recibida como profesora de Matemática, máster en Epistemología y doctora en Bioingeniería
Emilce Moler supo que habían secuestrado a sus compañeras Claudia Falcone y María Clara Ciochini la tarde del 16 de septiembre, cuando estaba en la Escuela de Bellas Artes dependiente de la Universidad Nacional de La Plata discutiendo con otros compañeros qué actividades harían durante la semana de la primavera porque la represión arreciaba y no había mucho margen para reuniones y festejos.
“Vino alguien a avisarme que las habían secuestrado y entré en pánico. Había estado con Claudia y María Clara los días anteriores y sabía que estaban viviendo en la casa de la tía de una de ellas, la tía Rosita, porque ya no podían quedarse en sus casas, no era seguro”, le contó al autor de esta nota en una charla mantenida hace dos años.
Emilce tampoco estaba viviendo en su casa, pero había decidido que esa noche volvería porque habían empezado a cerrársele las puertas solidarias. Por miedo y ya no tenía donde esconderse.
“Había agotado todas las puertas que se podían abrir y no había más lugares. Mis padres ya sabían que militaba, yo se los había ‘blanqueado’, y mi papá, con ese sentido común de aquellos tiempos, me decía que era mejor que me quedara en casa. ‘Si te quedás en casa demostrás que no sos sospechosa, pero si te vas a otro lado te estás mostrando como culpable’, me decía con la simpleza que la gente común analizaba las cosas en esa época”, recordó.
Al saber del secuestro de sus compañeras, Emilce corrió al teléfono público más cercano y llamó a su padre. Le pidió que la fuera a buscar a la Escuela, rápido. Ni se le ocurrió irse sola hasta su casa. “Cuando supo lo que había pasado, mi viejo dijo que nos fuéramos a Mar del Plata, donde teníamos un departamento, pero yo le dije que no, que no podía dejar a mis compañeros, que no podía dejar la militancia”, relató, asegurando que no había ningún heroísmo en esa decisión, sino que era lo que sentía que tenía que hacer, que un militante no abandona a sus compañeros ni su lucha. Esa noche cenó en su casa con sus padres y su hermana y se fue a dormir intranquila, sabiendo que estaba en peligro. La despertaron los golpes brutales en la puerta y una voz desconocida que gritaba: “Ejército Argentino”.
Cuando la vieron, los secuestradores se desconcertaron un momento, no podían creer que era ella a quién habían ido a buscar. Emilce les pareció una nena.
“Hubo toda una situación, porque me vieron a mí tan chiquita, en piyama, tan pequeñita que era, uno de ellos dijo: ‘Esta es muy chiquita’ y casi se llevan a mi hermana. Pero no, la de Bellas Artes era yo. Yo seguía en piyama y mi mamá les pidió que me dejaran cambiar. Me puse un gamulán, que siempre lo adoré porque lo pude tener un tiempo y me permitió cobijarme de tanto frío. Apenas me vestí, me vendaron y me subieron a un auto. Después supe, porque me contaron mis padres, que había sido un operativo muy grande, que había muchos autos. Ahí comenzó el terrible periplo de mi desaparición, que duró varios meses”, reconstruyó.
La llevaron al Centro Clandestino de Detención conocido como el “Pozo de Arana”, donde se encontró con los otros estudiantes secuestrados.
“Cuando llegamos al lugar, nos desnudaron y nos empezaron a hacer preguntas. El que me interrogaba era una persona grandota, no le respondí lo que me preguntó y me pegó mucho. Esto demuestra lo que representábamos más allá de las edades, de los cuerpos: éramos el enemigo. Las cosas empeoraron cuando se enteraron de que era hija de un policía, porque mi papá me estaba buscando. El 23 de septiembre nos sacaron a todos en un camión y empezaron a bajar a Claudia, a María Clara, a Horacio, que eran los chicos que yo reconocía. Ahí se bifurcó la historia; yo seguí con Patricia, Gustavo y otras personas más. Nos llevaron al ‘Pozo de Quilmes’ y después otro centro clandestino en Valentín Alsina. En diciembre nos comunicaron que estábamos a disposición del Poder Ejecutivo. Me llevaron a la cárcel de Devoto en enero de 1978″, relató en esa charla.
Los relatos de Pablo y Emilce permitieron reconstruir el horror sufrido por los estudiantes de la noche de los lápices a manos de los grupos de tareas de la dictadura. En aquel momento, Pablo tenía 18 años y Emilce 16. Vivieron para contarlo.
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